Capítulo: 1 Confianza sin reservas
La imagen es sencilla pero poderosa: un niño que corre
hacia su padre y, sin detenerse, se lanza a sus brazos. No calcula la
distancia, no se pregunta si su padre lo atrapará, no piensa en qué pasará si
tropieza. Sabe, sin dudar, que será sostenido. Esa es la confianza pura, la que
nace de un corazón que ha aprendido que el amor del padre es seguro y firme.
En nuestra vida espiritual, Dios nos llama a vivir
así: confiando plenamente, sin reservas ni condiciones. Sin embargo, si somos
sinceros, muchas veces nos cuesta. Hemos aprendido a depender de nuestras
propias fuerzas, a no mostrar vulnerabilidad, a calcular cada paso antes de
darlo. Las decepciones y heridas del pasado nos han enseñado que “es mejor no
esperar demasiado para no sufrir después”. Y, sin darnos cuenta, esa actitud
que nos protege del dolor también nos roba la capacidad de vivir en fe.
El niño que se lanza a los brazos de su padre no está
haciendo un acto imprudente, está respondiendo a una relación que le ha dado
seguridad. Sabe que su padre está ahí, que sus brazos no fallan, que su abrazo
lo sostiene. Así quiere Dios que lo miremos: como un Padre bueno que jamás nos
soltará. La confianza que Él pide no es ciega; está basada en su carácter, en su
fidelidad y en todas las veces que ya nos ha sostenido antes.
Ahora bien, es importante hacer una distinción: la
confianza ingenua y la confianza espiritual no son lo mismo.
- La confianza ingenua es la que se apoya en
ilusiones humanas sin fundamento, creyendo que todo saldrá bien porque “no
puede pasar nada malo”, pero sin considerar la voluntad de Dios ni su
dirección.
- La confianza espiritual, en cambio, nace de
conocer quién es Dios y descansar en que Él tiene el control, aun cuando
no entendamos el proceso. No es cerrar los ojos a la realidad, sino
abrirlos a una verdad más grande: que nuestro Padre es fiel y que sus
promesas se cumplen.
Cuando confiamos espiritualmente, no significa que
todo será fácil, pero sí que no estaremos solos. Es creer que, aunque el camino
sea incierto, su mano nos guía. Es decir, como el salmista: “En ti confío,
aunque la noche sea oscura”.
Quiero invitarte a hacer un ejercicio de honestidad:
pregúntate hoy, ¿en qué áreas de mi vida me cuesta confiar en Dios? Tal vez en
tus finanzas, en tu salud, en tu familia, en tu futuro. Reconocerlo no es una
señal de debilidad, sino el primer paso para entregar esas áreas a su cuidado.
Dios no espera que seas perfecto para confiar en Él; espera que seas sincero y
que te acerques con un corazón dispuesto a descansar en su amor.
Imagina por un momento que vuelves a ser ese niño que
corre y se lanza a los brazos de su padre. ¿Lo ves? No hay temor en sus ojos,
no hay duda en su corazón. Esa es la confianza que Dios quiere devolverte. Y
cuando la vivas, descubrirás que la fe no es un salto al vacío, sino un salto
hacia los brazos más seguros que existen.
El niño que se lanza a los brazos de su padre
Hay momentos en la vida que parecen detener el tiempo.
No porque sean extraordinarios a los ojos del mundo, sino porque dejan una
huella imborrable en el alma. Uno de esos momentos es ver a un niño correr
hacia los brazos de su padre. No hay cálculo, no hay temor, no hay negociación.
Solo hay movimiento decidido, sonrisa abierta y una confianza tan pura que
resulta casi provocadora para los adultos, acostumbrados a analizarlo todo
antes de dar un paso.
En esos segundos, el niño no piensa en probabilidades.
No se pregunta si su padre está lo suficientemente fuerte, si lo verá venir, o
si tendrá los brazos listos. No hace una lista de riesgos. Él simplemente
corre… porque sabe quién lo espera. Y ese “saber” no es un conocimiento
intelectual, es algo mucho más profundo: es la seguridad que nace del amor
recibido, del cuidado experimentado una y otra vez.
La mirada del niño
Cuando un niño mira a su padre y corre hacia él, no
está pensando en su historial de errores. No está recordando cuántas veces se
equivocó o desobedeció. Tampoco se pregunta si merece ser levantado. Él
simplemente sabe que su padre lo ama. Punto.
Ese es el tipo de relación que Dios quiere que
tengamos con Él. Una relación donde nuestra respuesta no dependa de sentirnos
lo suficientemente buenos, sino de confiar en que su amor es constante y sus
brazos están siempre abiertos.
Pero aquí es donde muchos de nosotros, como adultos,
tropezamos. Nos acercamos a Dios con reservas, con la sensación de que primero
debemos “limpiarnos” o “mejorar” antes de ir a Él. Queremos presentarnos con un
expediente impecable, como si su abrazo dependiera de nuestra perfección. Y
mientras tanto, nos perdemos la calidez de sus brazos, porque estamos demasiado
ocupados revisando si cumplimos con todos los requisitos.
La diferencia entre el niño y el adulto
Un niño no cuestiona el amor de su padre en cada
encuentro. No dice: “Papá, ¿estás seguro de que aún me amas después de lo que
hice ayer?” Él simplemente salta.
Continua leyendo el capítulo completo en mi libro "Soy un niño en el Reino" en la versión Kindle o pasta blanda.
Comentarios
Publicar un comentario